Días atras se ha producido un debate televisivo entre defensores de la vida en centros residenciales y defensores de la vida independiente con apoyo de asistentes personales. El debate estaba bien enfocado y se trató el asunto de un modo bastante correcto. Pero con todo, hay que admitir que el marketing de las residencias es muy potente. Decir que tiene a toda España en sus manos y que solo hay cuatro locos que actúan en contra de ellas no se aleja en demasía de la realidad.
En verdad, ambas situaciones son coherentes con los derechos (en principio). Sin embargo, sucede que la vida en instituciones segregadoras está tradicional y fuertemente arraigada en nuestro país, de tal modo que cambiar de un modelo donde otros eligen por ti a uno en el que tú eliges por ti cuesta muchos sinsabores. Parece que aquí no hemos quedado anclados en políticas que fomentan la vida institucionalizada que fomenta la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia, más conocida como la ley de dependencia, y no hemos sabido o querido pasar al modelo social que propugna la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad.
Hablar de que la vida independiente basada en el apoyo prestado por la asistencia personal se me antoja lo correcto, no debería ni siquiera hacer falta entrar a especificar que dicha asistencia personal es más rentable económica y socialmente que la vida desarrollada en uno de estos centros. Sobra decir, de tantas veces que se ha repetido, que la asistencia personal resulta más barata, crea más puestos de trabajo, es más sostenible, fomenta la libertad y su periodo de implantación es inmediato frente a la larga espera que supone la construcción de un edificio que albergue a numerosas personas.
Lo que ocurre es que no se fomenta ni promueve la asistencia personal con la misma fuerza que la dependencia. Lo que debería promover una vida autónoma e independiente se convierte en perpetuar la vida dependiente de un entorno familiar al que se exige sacrificios desmedidos, o dependiente de un entorno profesional propenso al trato frio y homogéneo de los individuos a su cargo. Así, la prestación por asistencia personal ha pasado a ser residual respecto al servicio prestado por otras prestaciones.
De hecho sobra todo razonamiento cuando de lo que se trata es de la necesidad de cumplir una ley. Es una ley de mínimos, siempre mejorables por las diferentes entidades autonómicas y locales. Dicha ley tiene grandes defectos y presenta enormes lagunas, pero es concreta y le da a cada comunidad autónoma las competencias necesarias.
Por tanto, se hace obligatorio comparar lo que ocurre entre distintas comunidades para ver las desigualdades existentes en nuestro territorio. Afirmar que en países nórdicos como Suecia la asistencia personal está mucho más desarrollada que en España resulta algo extemporáneo, sin embargo, no está fuera de lugar decir que en el País Vasco hay unas 1.100 personas que disfrutan del derecho a la asistencia personal (donde se dan facilidades para contratar servicios y ayudas económicas para hacerse con el mismo) mientras que en comunidades como la andaluza donde hay enormes restricciones en cuanto a edad, tipo de diversidad funcional y no hay mejoras dinerarias, 15 personas gozan del derecho a la asistencia personal. Luego encontramos comunidades donde esta posibilidad está simplemente vetada.
Ante un desolador panorama de desigualdad y trabas, cabe preguntarse si, a este respecto, existe una auténtica libertad de elección. Me temo que la respuesta es que no.